EL PEZ GLOBO: Muerte y placer en la gastronomía japonesa*






El novelista Junichiro Tanizaki se esmera en explicar cómo la esencia en la estética tradicional japonesa es captar el enigma de la sombra. De tal forma que lo bello no es una sustancia en sí sino un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va formando el juego sutil de las modulaciones de la sombra. La luz es demasiado obvia para el refinado gusto japonés. Y en este elogio de la sombra que supone la cultura japonesa, el harakiri viene a ser tal vez, desde una mirada occidental, la máxima expresión de una idiosincrasia signada por la sombra —en el más pleno sentido arquetipal—que arropa una concepción heroica de la vida: los samuráis consideraban la vida como una entrega para morir gloriosamente, desdeñaban de la muerte natural y buscaban morir y hacerse el harakiri en pleno esplendor.
El extraño gusto de alimentarse de un exótico y espantoso pez que esconde veneno en sus genitales, y que en menos de media hora puede matar a sus comensales, forma parte sin duda de esta vocación ritualista de los japoneses por retar a la muerte, lo que convierte esta comida en una suerte de guante para quienes aman el sexo extremo, aunque se trate de una delicadeza culinaria que se consume desde hace siglos, habitualmente cruda.  Las finas lonjas cortadas en forma de sashimi, dejan traslucir el dibujo de los platos, diseñados especialmente para tal fin. Y a veces esta carne es tan fresca que se mueve en el plato.
El consumo de fugu que quiere decir «felicidad», es una especie de danza de la muerte, en la que el comensal se entrega a un cocinero que, eso sí, ha estudiado en una escuela dedicada exclusivamente al arte de preparar el fugu (o foku) y estas  enseñanzas duran cinco años. Pero la cosa se complica porque se dice que la muerte causada por el pez globo es tan placentera como una petite mort, y algunos cocineros entonces buscan dejar una mínima dosis de toxina en el pescado, suficiente para producir un leve adormecimiento de labios y lengua, pero demasiado poca como para llevar la sensación al extremo.
El pescado, en este caso, se acompaña de jengibre y guindilla, de modo que cuando se deja de sentir el sabor de las especias, se sabe que el pescado tiene más veneno del permisible. No obstante, su preparación es una ceremonia en la que el cocinero celebra su poder sobre la muerte, como el que domina en el sexo sobre el dominado. Es la relación amorosa entre el comensal y el cocinero llevada a su más alta expresión.
La carne del pez globo es tan deliciosa que los gourmets japoneses, con peligro de su vida, han consagrado el fugu mortal como rey de los peces, y a su alrededor se ha desarrollado un arte culinario de una extrema finura. La tetratoxina, doscientas mil veces más potente que el curare, es uno de los venenos más peligrosos del mundo, y una sola pieza de fugu contiene suficiente cantidad para matar —con mucho placer, eso sí— a unas 500 personas.
Cuatro mil años antes de Jesucristo ya se comía fugu, y en esta larga historia de Japón, el pez ha causado decenas de miles de víctimas, sobre todo porque antes no se sabía que era peligroso, aunque la muerte era el precio que comensales audaces  pagaban por conocer el éxtasis. La tentación del placer era más fuerte que el miedo de morir, porque el fugu, que además carece de antídoto conocido, se debate entre dos extremos: la delicia y la muerte. Cuando lo comes eres muy feliz y entonces mueres.
El consumo de estos peces se ha convertido en todo un arte y son pocos los restaurantes con licencia para servirlos. Uno de ellos es el restaurante vanguardista Mibu, en Tokio, cuyo creador es Hiroyoshi  Ishida, un monje budista amante de la tradición. En el restaurante más exclusivo de Tokio, y tal vez del mundo, solo ocho privilegiadas personas pueden sentarse a la mesa en dos o tres tunos al día.  El precio por cubierto es de veinticinco mil yenes (unos 200 euros). Sin entrellas Michelin, pero su fama es un secreto a voces en la esfera sibarita, es una suerte de club gastronómico al que solo pueden ir (una vez al mes) los 300 socios y sus acompañantes, personas seguramente de tendencias muy oscuras.
Ubicado en el elegante barrio de Ginza, en una calle estrecha, Mibu no está enclavado en ninguna joya arquitectónica. En penumbra, a la luz de unas velas, solo hay un salón de 20 metros cuadrados con dos mesas.
«Las ramas de un cerezo recuerdan que la primavera existe, todo en Mibu es una carrera por la perfección: los cuchillos se afilan la noche antes para que no traspase el eco metálico al pescado crudo», escribe Rosa Rivas en el diario español El País:
Un voluminoso cantante de ópera (que casi da en el techo con la cabeza) te habrá convencido de que efectivamente estás en otro mundo. Y antes de que vuelvas al ajetreo de Ginza, te habrás sumergido en las profundidades de la cocina kaiseki (platos en una progresión de sabores, colores y simbolismos, aunque originalmente esta expresión se refería a una piedra caliente que los monjes zen se colocaban en el cinturón para calmar el hambre y calentar sus estómagos).

Pero si el lector en efecto es de esos que buscan experiencias extremas en el sexo y en el resto de su vida, y estás pensando seriamente en aventurarse a probar semen de pez globo, lo recomendable es que reserve con antelación y tome un vuelo hasta Tokio, a sabiendas de que el orgasmo seguramente sobrevendrá sentado a una mesa, en un comedor donde, afortunadamente, habitan las sombras.

*Texto transcrito de:
Los Alimentos del deseo
Maruja Dagnino, 2017
Editorial Turner



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